El agua acariciaba mi mano tan dulcemente que me había quedado dormido. Cuando abrí los ojos observé como las nubes se movían. Eran oscuras, se pondría a llover en breve. Suspiré. De pronto escuché un ruido, una hoja de aquel otoño crujió. Respiré hondo y pude saber, a pesar de mi pésimo sentido del olfato, que era su olor. Me levanté deprisa y la vi. Aunque algo mayor, estaba tan guapa como siempre. Detrás de delicadas marcas en su piel se hallaban aquellas expresiones amables y cariñosas, se encontraban todos los momentos que, un día, habíamos compartido; aquel final feliz que no existió más que en mi mente durante todo este tiempo. Intenté parecer sereno a pesar de que me moría de ganas de abrazarla. Ella traía un lienzo tapado con una sábana blanca. Se acercó a mi con un poco de miedo, quizás aun le seguía pareciendo aquel muchacho gruñón. Ella, sin soltar ninguna palabra me ofreció aquel cuadro que, tiempo atrás había realizado con sus propias manos. Lo destapé y allí estábamos los dos, felices, sonriendo. Ella asintió cuando tome el lienzo entre mis manos y comenzó a caminar por donde había llegado. Entonces, la idea de volver a estar solo me aterrorizó. No, no a estar solo sino a estar sin ella. Rompí mi orgullo a pedazos y le hablé:
- Aun podríamos vivir, compartir nuestra vida, el uno al lado del otro...
Ella se detuvo un momento, me miró girando solamente su cabeza y sonrió. Después se volvió y sacudió su cabeza metiéndose en su coche.
Y una gota calló por mi mejilla; había comenzado a llover.
