
El miedo recorría todos los huesos de mi cuerpo: la noche caía y reinaba el silencio, tan sólo se podía escuchar el ulular de los búhos.
El camino en el día era hermoso, parecía que miles de colores hubieran escupido en dicho bosque. Estaba lleno de flores y animales. Pero cuando llegaba la noche ninguna persona era capaz de caminar pues habían rumores sobre una bestia feroz, un lobo sin piedad que era capaz de matar con la mirada tan sólo. A pesar de la hora, tenía que arriesgarme pues debía entregarle unos regalos a mi abuelita.
De pronto escuché el crujido de una rama que hizo que un escalofrío me recorriera el cuerpo. Lo había notado antes, una presencia, sentía que alguien me había estado siguiendo. Agarré una rama de un árbol para defenderme.
- ¿Quién anda ahí? - Dije con un nudo en la garganta.
- No temas, pequeña.
Una sombra salió de la nada. Quedé inmóvil. Al principio el lobo parecía tener intención de devorarme pero, seguido, titubeando, me ofreció una flor color carmín:
-Esto es para ti.
¿Aquel era el lobo feroz? Sí, era un lobo pero no tenía nada de feroz, sus mirada reflejaba ternura, era una bestia hermosa.
Tomé la flor y antes de que le diera las gracias se había esfumado sin dejar huella.
Todo el camino estuve pensando en aquellos ojos color miel que eran tan dulces como ésta.
Golpeé la puerta de la casa de mi abuelita.
Nadie contestó. Asustada abrí la puerta y allí lo vi, esos ojos inconfundibles. Estaba temblando mas ni un segundo pensé en retroceder un paso. Y entonces fue cuando me di cuenta que no podía luchar más contra mis impulsos.
Me acerqué a el lentamente a la cama donde se hallaba.
-Abuelita, abuelita -dije acariciando su carita - que ojos tan grandes tienes.
Se quedó mirándome fijamente.
-Son para verte mejor - respondió con voz aguda.
Me incliné, me acerqué a su oreja y con mis labios recorrí su lóbulo derecho.
- Abuelita, abuelita - susurré - que orejas tan grandes tienes.
Pude admirar como su piel se había erizado.
- Son para oírte mejor...
Estiré el cuello provocativamente.
-Abuelita, abuelita, que nariz tan grande tienes.
Podía oler su temor, podía oler como temblaba.
- E-es para olerte mejor...-tartamudeó en voz baja.
Nuestras miradas se tropezaron y no tuve más remedio que sonreír.
- Abuelita, abuelita -dije cerrando la distancia entre mis labios y los suyos - tu boca...
Tragué saliva y, con todo el amor que sentía, lo besé.
Resulté ser quien devoró a la hermosa criatura.